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Volver a creer: cristianismo, sindicalismo y revolución como alma viva del peronismo

  • Foto del escritor: Nahuel Hidalgo
    Nahuel Hidalgo
  • 2 jul
  • 4 Min. de lectura

Por Nahuel Hidalgo


Hay momentos en que los movimientos populares se enfrían. Se vacían de sentido, de horizonte, de mística. Pierden el porqué, el para qué y el con quién. El peronismo no es la excepción. Atrapado muchas veces en la lógica electoral, en la gestión vacía o en los armados de coyuntura, corre el riesgo de olvidarse de sí mismo. Dejar de ser una causa y convertirse apenas en un espacio. Por eso, es urgente peronizar el peronismo. Pero también, y sobre todo, evangelizarlo: devolverle su fe, su fuego y su proyecto de humanidad.


Porque hubo un tiempo —no tan lejano— en que el peronismo fue más que una herramienta política. Fue una forma de vivir, de creer y de luchar. Y en esa forma convivían tres almas que no competían, sino que se abrazaban: el cristianismo del pueblo, el sindicalismo como comunidad organizada y la revolución como justicia total.


El cristianismo que camina con el pueblo


No hablamos del cristianismo de los púlpitos cómodos, ni de las jerarquías que bendicen a los poderosos. Hablamos del cristianismo de los pobres, el que leía el Evangelio a la luz del hambre, del despojo y del dolor de los nadies. Ese cristianismo que reconocía a Jesús como un trabajador, como un perseguido, como alguien que eligió estar entre los últimos.


Fue ese espíritu el que impregnó al primer peronismo. Eva Perón no solo fue una dirigente o una funcionaria: para el pueblo fue una santa laica, una enviada, alguien que actuaba con la certeza de que asistir al humilde era cumplir un mandato superior. No lo hacía por estrategia, lo hacía por fe.


Perón, por su parte, formuló una doctrina social profundamente influida por el cristianismo, en especial por los documentos de la Doctrina Social de la Iglesia. Lo dijo con claridad: "Nuestra doctrina tiene un contenido profundamente cristiano y profundamente humanista." Y lo hizo política: derechos sociales, dignidad del trabajo, justicia distributiva.

Ese cristianismo no desapareció. Se multiplicó en curas obreros, en monjas en las villas, en catequistas que formaban cuadros, en movimientos que entendieron que rezar y organizarse no eran acciones opuestas, sino inseparables.


El sindicalismo como expresión de comunidad


El peronismo no inventó el sindicalismo, pero lo transformó en columna vertebral de la comunidad organizada. Los sindicatos no eran solo estructuras para discutir paritarias. Eran casas del pueblo. Eran escuela, hospital, templo, asamblea. Y también trinchera.


El trabajador peronista no era un engranaje de la producción. Era el sujeto histórico del nuevo país. Se promovió su ascenso social, su orgullo de clase, su dignidad como motor del desarrollo nacional. Se construyó un país donde el laburante pudiera acceder a la universidad, a la salud, a la cultura y al descanso. Todo eso fue posible porque había un movimiento político y sindical que no renegaba de su fe, sino que la usaba como guía.


Por eso hablamos de un evangelio sindical. Porque en los sindicatos también se vivía la fe: la fe en el otro, en el compañero, en la fuerza de lo colectivo. Y también en algo más grande: la certeza de que luchar por una vida digna es, en sí misma, una forma de espiritualidad.


La revolución como forma de amor


Llegaron los años 60 y 70. Y con ellos, una generación que no quiso resignarse. Jóvenes cristianos, trabajadores organizados, curas del Tercer Mundo, militantes de base: todos ellos vieron en el peronismo el único vehículo político con capacidad real de transformar la Argentina en una patria justa, libre y soberana.


Muchos de ellos decían, sin rodeos: "Jesús fue un subversivo". Porque desafió el poder establecido, porque se puso del lado de los excluidos, porque fue condenado por predicar la igualdad. Esa lectura no era una herejía: era una interpretación profundamente latinoamericana del Evangelio.


La consigna “Cristo vive en los pobres” se hizo carne en miles de espacios peronistas, villeros y revolucionarios. Y para muchos, el peronismo no era solo una herramienta electoral: era el camino del pueblo hacia su liberación integral, espiritual y material.


Esa esperanza fue combatida a sangre y fuego. Durante la dictadura, sacerdotes, catequistas, curas obreros y militantes cristianos fueron desaparecidos, perseguidos o silenciados. No por desviarse de su fe, sino por encarnarla de verdad. Porque creían que la fe sin justicia era una farsa. Y porque actuaban en consecuencia.


Las tensiones internas y la lucha por el alma del movimiento


El peronismo siempre fue un campo en disputa. Hubo un peronismo institucional, sindicalizado, funcional al poder económico. Y otro místico, popular, cristiano, profundamente liberador. A veces convivieron. Otras veces se enfrentaron. Lo cierto es que esa tensión sigue viva hoy.


Cuando el peronismo se aleja de los pobres, cuando olvida a los mártires de la fe y de la organización, cuando se vuelve cínico o técnico, pierde su alma. Puede ganar una elección, pero no cambia la historia. Puede administrar, pero no transforma. Puede sobrevivir, pero no vibra.


Por eso hay que volver a las fuentes. No a una nostalgia vacía, sino a una espiritualidad activa. Recuperar el fuego de la fe en el otro, en el pueblo, en Dios y en la justicia.


Hoy: ¿dónde arde esa fe?


No está perdida. Solo hay que mirar con atención. En las parroquias de las villas, en la pastoral villera, en los comedores donde se cocina y se ora. En los sindicatos donde todavía se enseña historia y se habla de justicia. En los movimientos populares como la UTEP, donde la organización es una forma de ternura colectiva. En el magisterio incómodo y poderoso del Papa Francisco, que sigue denunciando el descarte, la especulación y el colonialismo financiero.


Está ahí. La fe no desapareció. Lo que falta es que el peronismo vuelva a abrazarla sin miedo. Porque sin esa dimensión, el peronismo no es más que una maquinaria vacía, incapaz de transformar vidas.


Para qué sirve hoy hablar de esto


No se trata de volver a una iglesia partidaria. Se trata de reconocer que sin espiritualidad, sin un horizonte ético, sin un mandato trascendente, no hay proyecto popular duradero. Se trata de peronizar al peronismo que se volvió puro pragmatismo. Y evangelizarlo: recordarle que la justicia social es una tarea sagrada.


Volver a creer. No en slogans, no en candidaturas. Volver a creer en el pueblo, en Dios si se quiere, y en la revolución como forma concreta de amor. Eso es lo que está en juego.

Y esa es, tal vez, nuestra verdadera misión histórica.

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