Silvia y Rosa, una familia destrozada por el terror genocida
- Redacción
- 25 oct 2024
- 3 Min. de lectura
El 2 de abril de 1977, en el Hospital de Quilmes, nació Rosa, una niña que su madre, Silvia Isabella Valenzi, apenas pudo ver. Era madrugada y, con la luz de ese nuevo día, la joven madre fue separada de su hija, conducida a un destino sellado por la violencia de una dictadura que arrancaba vidas con frialdad calculada. Silvia fue otra madre anónima en los la crueldad de la detención clandestina, despojada de su hija y de su propia vida en el brutal sistema que se ensañaba especialmente con las mujeres embarazadas.

Rosa Isabella Valenzi, tía de aquella niña y hermana de Silvia, narra el dolor que ha atravesado a su familia desde aquel entonces. Rosita, como la llaman sus seres queridos, había llegado a Argentina en 1949 con sus padres desde la Europa de la posguerra, huyendo de la miseria, buscando una paz que, creyeron, hallaron en esta tierra. Era la tierra donde nació Silvia en 1956, la única argentina de la familia Isabella Valenzi, quienes, oriundos de Calabria, soñaban con construir una vida libre de la sombra de la guerra. Pero sus ilusiones se quebraron en pedazos en 1976, cuando Argentina se hundió en la dictadura militar, y la familia perdió no solo la paz, sino a Silvia y a su hija, que fue robada al nacer.
Silvia tenía 20 años cuando la capturaron, embarazada de cuatro meses. Carlos, su compañero y padre de la niña, fue asesinado pocos días después, el 18 de diciembre de 1976, dejando a Silvia sola en el camino de un destino macabro. Carlos estudiaba Derecho en La Plata, donde también militaba, siendo parte del equipo de prensa que editaba *Evita Montonera*, una revista marcada como “peligrosa” por los militares. En aquellos años, cada resistencia al régimen se castigaba con la desaparición y la muerte, y cada vida arrancada era otro paso hacia un control absoluto y feroz. El 22 de diciembre, Silvia fue secuestrada en la calle, llevada al Pozo de Quilmes, y luego trasladada al Pozo de Bánfield, donde las mujeres embarazadas esperaban el nacimiento de sus hijos, sin saber que, apenas parieran, serían ejecutadas.
Años después, una sobreviviente llamada María Marcoff de Lesperoff contó que vio a Silvia en el Pozo de Quilmes. María relató cómo, aún en medio de ese infierno, Silvia consolaba a quienes estaban más quebradas, sosteniendo un espíritu intacto mientras otros se desmoronaban.

Pero el dolor de la familia Valenzi alcanzó su cumbre cuando, en abril de 1977, alguien dejó un anónimo en su puerta, un mensaje que confirmaba que Silvia había dado a luz a una niña en el Hospital de Quilmes. Desesperada, la madre de Silvia se dirigió al hospital para exigir a su nieta, una niña que no debía pertenecer a nadie más que a su sangre, pero se encontró con la frialdad del director, Roberto Iriarte, quien se negó rotundamente a entregar a la niña. “La bebé no está aquí”, mintió, mientras Silvia yacía enterrada en el olvido del sistema.
Aquellas pocas personas dispuestas a ayudar —la partera María Luisa Martínez de González y la enfermera Generosa Fratassi— pagaron con sus vidas. Las desaparecieron por haber escuchado a Silvia cuando gritaba su nombre y la dirección de sus padres mientras la llevaban al lugar de su ejecución. Aquellas mujeres, guardianas de la vida y de la dignidad humana, desaparecieron bajo el manto de un régimen que castigaba la compasión.
Este relato de Rosa es mucho más que la memoria de un crimen: es el eco de un tiempo en que el poder militar arremetió con crueldad contra las familias, en que hijos e hijas fueron arrancados de los brazos de sus madres para crecer bajo los mismos nombres que ordenaron matar a sus padres. Hoy, la voz de Rosa es el grito de una generación que aún busca justicia, que se niega a callar ante el dolor que dejó la noche más oscura de la Argentina, y que exige que la memoria siga viva para que ningún crimen quede sin recordar.
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